Cierra los ojos.
Pasear por el camino viejo y secreto parecía buena idea. Dejarte acariciar por el suave rumor del amanecer junto al pantano, entre los árboles de la orilla que escondieron los momentos verdaderos y aún así ya entonces las nubes grises ocultaban con frecuencia la luz del Sol y en sus sombras y en su lluvia creías encontrar una dulzura en la que recostarte y dormir. Ahora que estás ahí, sólo tienes ganas de pasar de largo, ningún tronco parece querer acogerte entre sus nudos, la calma recordada se ha tornado tensión desapacible, los sonidos que provienen del bosque suenan a amenaza velada.
No deberías haber venido. Lo sabías muy dentro de tí. El agua está demasiado quieta, espejo plomizo y denso, las ramas de los sauces se agitan y te abofetean en la cara. No eres bienvenido.
Vete.
Un relámpago y comienza la huída frenética, el limo te atrapa los pies y las raíces y las rocas antes bellas, cubiertas de musgo, te ponen la zancadilla. Esquivados todos los obstáculos, besas el barro cuando tus propias piernas se enredan y te hacen caer. Un grito de rabia queda ahogado por el sonido del trueno. A duras penas te incorporas, sucio, empapado, y miras al cielo inclemente.
En la distancia se divisan azules unas montañas coronadas de blanco. Un brillo perdido te llama hacia ellas. Te conocen.
Lavas tu rostro con el agua turbia del pantano, en pie inspiras profundamente, el olor a muerte es un residuo del que sabes como deshacerte. Volver a gritar su nombre dentro del mismo agujero hasta que no quede rastro, vaciarte. Seguir la luz que te invoca, ascender hasta la cima. Sentir un nuevo Sol en tu rostro, llenarte de esa pureza. Dejar atrás el camino secreto con su eco melancólico y no regresar jamás
Quisiste nacer, pero te olvidaste de destruir un mundo.