jueves, 16 de octubre de 2008

La fibra sensible


Sólo eran las noches. Durante el día una extraña ensoñación lo teñía todo, la realidad se escapaba en destellos fugaces a penas captados por el rabillo del ojo, palabras pronunciadas con una voz que no era la mía, besos entregados con otros labios que no debían saber como los mios. Ni siquiera había espacio para el rechazo, para la tristeza: era una vida feliz, un vacío feliz decorado con pinceladas de tortura. A veces ese fino tejido se contraía o se estiraba demasiado, a veces podía intuír las arrugas y los desgarrones en mi alma. La mayor parte del tiempo lo pasaba con ganas de encerrarme sólo, a oscuras. Pero necesitaba el calor humano. Y además estaba ella, mi carcelera.

[...]

Cuando el Sol se ocultaba tenía que volver rápido a mi refugio, y ahí, en ese momento, cuando los ruidos de la calle y el humo que flotaba pesadamente eran mi única compañía despertaba a mi otra vida, la vida de la persecución temerosa, furibunda, la vida que desgastaba tratando de cazar una sombra agazapada en mi adormecida mente, y entonces, junto a la angustia y el dolor sentía también esa vibración en el pecho, al respirar, el latido de la vida, el gozo último de quien se sabe encerrado dentro de si mismo, cautivo en una trampa tendida por su propio instinto de supervivencia incontrolado. El pulso entre esa vida consciente y la otra anestesiada (aunque no sabría decir cual se corresponde con cual) terminaba con el sueño, que lejos de ser reparador la mayor parte de las veces dejaba en el aire de la mañana siguiente una interrogación aún más profunda. La sábana impregnada de sudor se adhiere a mi piel. Me levanto del colchón lleno de muelles sueltos y con paso resignado camino por las calles al amanecer de otro día de condena autoimpuesta, de la tortura de la puerta abierta que sólo viene a demostrar que aún confío en mi propia cobardía como mejor medida de seguridad para evitar una huída.

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