viernes, 16 de enero de 2009
jueves, 15 de enero de 2009
&
Jacques Percipied responde:
...desde el otro punto de vista, el del encuadre perfecto, la acción corriendo de derecha a izquierda, o de izquierda a derecha, pero siempre estableciendo, plano a plano, secuencia a secuencia, esa perfección, ese punto de fuga inevitable en un sofá rojo, un viejo retrato familiar o la partitura amarillenta con la que las pequeñas practicaban frente al vetusto pero siempre afinado piano de pared. Y ahí estaba esa señal inequívoca, esos fósiles cuya pervivencia era señal y huella material del paso del (dudoso) tiempo, de los que nos habían precedido. Objetos que aún pertenecían a sus dueños, aunque estos hubieran dejado de existir mucho (dudoso) tiempo antes: la mantilla de la abuela, el cuadro de los abuelos, el sofá de los abuelos...
- ¿Y el piano? ¿por qué el piano no es del abuelo, no es el piano del abuelo?
- El piano...es curioso. La verdad es que nunca supe con seguridad de donde sacó el abuelo ese piano. El abuelo contaba que el piano era parte de la casa antes de que ellos llegaran aquí, me lo solía contar de pequeña, cuando aporreaba las teclas sin compasión el abuelo me solía regañar, insistía en que había que cuidar el piano, contaba una historia... no la recuerdo muy bien, yo no me la creía aunque el la contaba siempre muy serio y todos se reían siempre de él y él se indignaba muchísimo.
- ¿Pero qué recuerdas de la historia del piano? Algo recordarás...
- El abuelo...es una tontería...
- Venga, cuéntalo. ¡Seguro que para el abuelo no era una tontería!
- Bueno, no, el lo contaba siempre muy serio...
...Esto no es un piano de pared, pequeña. Aunque pueda parecerlo. La verdad es que es la pared la que es de piano. Sí, no me mires así. Tu abuelo me contó que cuando todo esto no era más que un descampado el piano ya estaba aquí, de algún modo había brotado del suelo, quizás cayó sobre aquí la semilla de alguna melodía triste que volando desde muy lejos fecundó la tierra que hay bajo nuestros pies. A mi padre le sorprendió mucho encontrar en mitad de estos prados verdes un piano tan profundamente hundido en el suelo, y la humedad del terreno no parecía estropear el material (el sabía mucho de eso, el abuelo era ebanista, ¿sabes?). Preguntó a los lugareños y a todos les parecía, ciertamente, muy extraño, pero siempre había estado ahí, así que en el fondo para ellos era algo normal ¿entiendes? Siempre había estado ahí, antes que ellos, ni el más anciano del lugar podía recordar si en algún momento no había habido piano en el pasto. Así que un día trajo un pico y una pala y comenzó a excavar en torno al piano, buscando las raices, para poder transplantar esa extraordinaria planta y llevársela a tu abuela (tu abuela era jardinera y le encantaban las plantas raras). Pero el piano se hundía tan profundo en la tierra que el abuelo se dió por vencido: aprovechó que ya había cavado tan profundo para fijar en este suelo los cimientos de esta casa. Esta casa, hija mía, se construyó en torno a este piano. Y por eso el piano es un piano, y la pared es una pared de piano; es el piano el que sujeta la pared, y son sus raíces que se hunden hasta el corazón de esta tierra las que sustentan toda esta casa. Y cuando el piano suena desafinado simplemente es que hay que regarlo un poco. La abuela ideó para eso un sistema muy ingenioso que ya te enseñaré algún día. El problema es que ni mi madre ni mi padre sabían música, no sabían tocar el piano y si no tiene sentido tener un piano decorativo en una casa, imagínate construir una casa en torno a un piano que nunca va a ser tocado. Y ese fué el motivo por el que tus tías y yo vinimos al mundo...y visto con perspectiva, el motivo por el que tu estás aquí, mi pequeña...
lunes, 12 de enero de 2009
Herramienta del destino asesino
Desgarrador Maullido se enseñorea de las calles con su fenomenal grito desesperado, el fantasma que me persigue en las noches y que me llama asesino de gatos. Intervenir de manera absurda en el ciclo de la vida con el narcisismo inherente al ser humano consciente, que comete el error de asumirse por encima del instinto. Es la misma historia de Samuel Beckett y el erizo. Camino por la acera, pensando en mis pensamientos (profundos, ahora soy incapaz de recordarlos, seguro que en aquellos momentos me iba la vida y el alma en ello, volvía de su casa a la mía en los días moribundos de nuestra relación) y se atraviesa con total elegancia ese gato atigrado que había nacido en la calle y sobrevivido a la vida cruel de los felinos callejeros hasta ese día en el que el destino fatal se cruza en forma de torpe humano distraído y miedoso. Es de noche, ni un alma en la calle. Se dirige hacia la carretera, paso decidido, firme, calculado. Cometo la estupidez de sentirme en sintonía con ese animal, yo, proyecto de ratón de biblioteca, tan callejero como un Yorkshire con moño, jersey de rombos y lacito rosa. Detecto el leve ronquido de un motor que se acerca a mi espalda (estoy tan orgulloso de mi buen oído que me dejo guiar por él en muchas ocasiones, en estúpidas demostraciones de habilidad que sólo yo saboreo, feliz y confiado de mi sentido arácnido, cuantas veces habré cruzado la calle sin mirar, confiado en mis afinados sebtidos capaces de calcular por la intensidad del rumor la distancia del potencial peligro y su velocidad y trayectoria) y me siento en posición de advertir al gato callejero desde esa absurda posición de superioridad que me otorga mi cerebro racional. No sé comunicarme con los gatos (nunca he destacado por mi empatía animal, demasiado complejas las miradas de los animales para conectar con ellas sin una pizca de temor (incluso con los domésticos, presiento con eminente claridad la veta salvaje, irracional e instintiva que brilla en el fondo de sus pupilas, esa ilusión del control que es madre de todos mis temores) y ellos detectan sin dificultad lo que oculta el fondo de mi alma, ese miedo racional que atenaza mi espíritu inconsciente e irracional), por lo que entono un patético pero universal “Misi, misi, misi”.
El gato me observa sorprendido. Estoy seguro de que ya era perfectamente consciente de mi presencia y que (inocente) me había descartado como amenza, pero mi estúpida interjección sin duda no la había previsto. Los animales siempre deben sentirse sorprendidos y asustados de la incontrolable estupidez humana, de nuestra descorazonadora imprevisibilidad. Y se queda así, mirándome, mientras sus patas siguen avanzando elegantes, ágiles, ya está en medio de la carretera, los faros le iluminan, echa a correr corrigiendo desesperadamente la trayectoria. Sólo escucho un golpe seco, como el pasar de un coche sobre un bache acolchado. Aterrado cierro fuerte los ojos y con una profunda sensación de angustia aprieto el paso, llegando hasta el punto fatídico en el que el desdichado animal se cruzó en mi camino. Giro la cabeza sólo un segundo, un fotograma fugaz, subliminal, su elegante cuerpo aplastado y reventado sobre el asfalto. Miro hacia delante y me apresuro en llegar a casa.
Paso el mal trago con varios cigarros y mi mente voluble enseguida vuela hacia otras cosas. Cuando por fin me voy a la cama y apago la luz lo escucho por primera vez, ese chillido lastimoso, ese llanto de bebé cargado de rabia y fuerza. Otros gatos maúllan todas las noches, pero sólo cuando cae el frío y la niebla, por encima de todos ellos, por encima del ruido de los trenes y el rumor sordo de mis propios pensamientos divagantes, ese gato que imagino negro y espectral acusa a mi estúpido orgullo por encima de todos los demás. Y yo desearía ser una piedra idiota, sin oídos ni recuerdos.
This obra by Jacques Percipied is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España License.