sábado, 10 de octubre de 2009

.0.



[...] Pero a ese respecto yo nunca he tenido más que ideas muy confusas, porque conozco poco a los hombres y no sé muy bien qué significa eso de ser. En fin, lo he probado todo. Correspondió por último a la magia el honor de aposentarse en mis escombros y aún hoy, cuando me paseo por ellos, encuentro algún vestigio. Pero casi siempre se trata de un lugar sin límites ni plano donde incluso los materiales - y no digamos su disposición - me resultan incomprensibles. Y no sé qué es lo que está en ruinas ni, por consiguiente, si se trata de ruinas o de la inquebrantable confusión de lo eterno, si se dice así. En todo caso, es un lugar sin misterio, la magia lo ha abandonado, al encontrarlo sin misterio. Y aunque no voy a visitarlo de muy buena gana, quizá voy allí más a gusto que a otra parte, asombrado y tranquilo, iba a decir como en un sueño, pero no es esto, no es esto. Pero no es uno de esos lugares a los que uno va, sino que uno se encuentra en ellos, a veces sin saber cómo, sin ningún placer, pero quizá con menos molestia que en otros sitios
de los que es posible alejarse a poco que uno se tome el trabajo, parajes misteriosos, amueblados con los misterios habituales. Escucho y me oigo dictar un mundo paralizado en el momento de perder el equilibrio, bajo una luz débil y tranquila sin más, suficiente para ver, ustedes comprenderán, y también paralizada. Y oigo murmurar que todo se dobla y cae, como bajo una pesada carga, pero aquí no hay carga, y también el sol, poco adecuado para llevar cargas, y y también la luz, hacia un final que parece que no va a llegar nunca. Porque ¿qué fin podrían tener estas soledades donde nunca hubo verdadera claridad, ni equilibrio, ni simple tierra firme, sino perpetuamente esos objetos pendientes deslizándose en un derrumbamiento sin fin, bajo un cielo sin recuerdo de alborada ni esperanza de atardecer? Digo estos objetos, pero ¿qué objetos, venidos de dónde, formados de qué sustancia? Y parece que aquí nada se mueva, ni se ha movido nunca, ni se moverá nunca, salvo yo, que tampoco me muevo cuando estoy aquí, sino que miro y me hago ver. Si, es un mundo acabado, pesa a las apariencias, su fin le dio origen, empezó al acabar, ¿me expreso con bastante claridad? Y yo también estoy acabado, cuando me encuentro ahí, se me cierran los ojos, cesan mis sufrimientos y termino, doblado como no pueden hacerlo los vivos. Y si hubiera seguido escuchando aquel hálito lejano, callado hace tanto tiempo y que termino por escuchar, hubiera sabido todavía más cosas a este respecto. Pero no escucharé más, de momento, aquel hálito lejano, porque no me gusta, y hasta le temo. Pero no es un sonido como los demás, que se escuchan cuando uno quiere y muchas veces pueden hacerse cesar, alejándose o tapándose los oídos, sino que es un sonido que empieza de pronto a zumbar en la cabeza de uno, sin saber cómo ni por qué. Es la cabeza quien lo oye, las orejas no tienen nada que ver, y no hay modo de pararlo, se para cando quiere. No tiene importancia que le preste atención o no, lo estaré oyendo siempre, ni un trueno podría ocultármelo antes de que quiera cesar. Pero no tengo ninguna obligación de hablar de él , ya que no es asunto mío. Y no es asunto mío, de momento. No, de momento mi asunto es terminar aquella historia de la luna que quedó inacabada, sí, ya sé que éste es mi asunto. Y aunque lo terminaré peor que si estuviera en plena posesión de mis facultades, de todos modos voy a terminarlo,lo mejor que pueda, o al menos eso creo. [...]

Samuel Beckett , Molloy.
Traducción: Pedro Ginferrer. Ed. Alianza/Lumen

No hay comentarios: