CELULOSAS INESTABLES
No tenía muchas alternativas en ese momento, y me decanté por la que me daba mas pereza pero prometía una mayor satisfacción: ponerme unos vaqueros y una camisa, mi viejo y gastado abrigo gris y el sombrero que me esperaba junto al rincón de Morrison, calármelo en la cabeza, comprimir mi cuello como una paloma para soportar el choque con el frío de la calle y encaminarme hacia el Club de las Almas Perdidas nuevamente. No se si te he hablado alguna vez de este lugar tan particular, quizás no hayamos tenido aún la oportunidad. No voy a perderme ahora con descripciones de este local, pues ya han sido reflejadas y redactadas en otro lugar, y si estás interesada te haré llegar la información pertinente.
Saludé a Cerbero (ese no es su verdadero nombre, de hecho tiene tres nombres y ninguno de ellos es Cerbero), que asintió con aire distraído y bajé por las crujientes escaleras hacia la sala espiral. Para ser un día de diario no había mal ambiente, de hecho era el ambiente perfecto, doce o trece incondicionales del sitio y cuatro o cinco “frecuentes” como yo. Medianoche nos estaba poniendo algunos clásicos de los setenta, mi música favorita cuando el negocio consiste en ingerir bourbon sin dejar que se deshagan los hielos. Alabama hizo su habitual truco al servir la copa, ese que confiere a la bebida la mágica propiedad de no parar de girar en su recipiente, de modo que cada trago sabe distinto del anterior. Disfruté más del “muchas gracias por su visita” que de la bebida, pero eso también es frecuente cuando Alabama te sirve una copa (habida cuenta de que la bebida siempre es deliciosa).
En el Club de las Almas Perdidas lo más normal es bailar, pero se pueden hacer muchas otras cosas; una de las más interesantes consiste en buscar a alguna de las Almas Perdidas que no conozcas y acercarte a ella, tal vez invitarla a una copa y charlar un rato. No soy un sátiro, ni mucho menos, pero me agrada la compañía femenina (no hay mejor compañía que la de una mujer hermosa y con buena conversación, que además sea buena bebedora). No tuve suerte: esa noche el único rostro desconocido que parecía accesible iba montado en un cuerpo masculino. Aún así, decidí no dejarme llevar por prejuicios y acercarme de forma taciturna al hombre que bebía en la esquina. Tomaba vino, sirviéndose puntualmente de una botella de oporto habilitada a tal efecto a escasos centímetros de su copa. No parecía querer disfrutar del sabor de la bebida tanto como de sus proverbiales efectos tonificantes. Me gustó.
El tipo estaba encorvado sobre la barra, pero parecía alto, un individuo alto, de anchas espaldas y manos grandes, a la vez delicadas y brutales. Tenía labios finos, casi ocultos en su boca apretada, un tanto simiesca. Una gran cabeza, si señor, una cabeza digna de un busto en mármol. Sus dimensiones eran llamativas incluso para un hombre de su complexión. Aparentaba unos setenta años, aunque no debería tener más de sesenta: manchas en la piel, cicatrices de domador de leones, cabello canoso, escaso y grasiento peinado hacia atrás, compensando su escasa densidad con una considerable longitud. Barba gris y rala, cejas rotundas y negras que servían de techo a unos ojos estrechos, finos, casi cerrados a pesar de estar abiertos. Primero pensé que eran ojos de miope, después pensé que el tipo debía estar medio dormido bajo el efecto de los vapores del vino portugués, como sugería su nariz roja llena de pequeños derrames en los capilares (distintivo de esa clase de vampiros que se alimentan de la sangre de las uvas y de la esencia de la malta mas por necesidad que por placer). Pero en el Club de las Almas Perdidas todo merece una segunda mirada, y en este caso pronto comprobé que la suya estaba clavada en las piernas y el trasero de Alabama y que probablemente ese aspecto entrecerrado era un mero disimulo muy ensayado. Si, definitivamente me gustaba el tipo.
No me prestó la menor atención cuando tomé asiento a su lado, tan concentrado estaba él en ese sublime espectáculo. Llamé a Alabama, y cuando esta se giró hacia nosotros, mi lacónico compañero apartó la mirada para clavarla en su copa y pegar un trago largo y sonoro. Pedí dos de lo mismo con un gesto, y nos las sirvió con una sonrisa tan ancha como su escote. Deslicé uno de los vasos de bourbon hasta colocarlo tocando el pie de la copa del viejo verde y le miré, esperando que me devolviera la mirada. Pero el individuo simplemente miró la copa, saludándola con una mueca de cansancio y un ligero tinte de desprecio, para luego olvidarla completamente y servirse mas oporto. Volví a interpelar a Alabama, esta vez para pedirla fuego. Saqué un pitillo, me lo puse en la boca y me acerqué a la barra lo justo para que la camarera tuviera que inclinarse para acercarme la llama. Un ángulo perfecto, y una iluminación perfecta de la sinuosa curva de sus pechos. Surtió efecto, pues mi acompañante dejó el vino y no pudo evitar clavar esa mirada aguda y profunda en tan exquisito objetivo. Le acerqué otro cigarrillo, que aceptó sin aún mirarme, y Alabama lo encendió con la misma desenvoltura. Luego lanzó otra sonrisita pícara y giró sobre si misma enviándonos de un golpe el aroma de su cabello agitado, para encaminarse al otro extremo de la barra flotando como espuma marina. Saciadas nuestras sencillas fantasías, por fin cruzamos una mirada cómplice, que el hombre acompañó con una sonrisa cálida (tanto que casi no reparé en el deplorable estado de su dentadura). Arqueó sus cejas con satisfacción mientras levantaba el vaso de bourbon para brindar conmigo. El cristal chocó, nuestras miradas se separaron y dimos buena cuenta de lo mejor que un lugar con un nombre como Kentucky puede brindar al mundo.
- Por eso nunca llevo encendedor encima cuando salgo a la calle – respondí sonriente – para fumar sólo cuando me cruzo con una mujer de ojos hermosos. Pido fuego, y durante un instante consigo que nuestras miradas se crucen. A veces incluso llego a tocar su mano. La experiencia basta para justificar el consumo del cigarrillo.
El viejo soltó una carcajada áspera.
- Hablas como un pajillero, pero no está mal. Deja que adivine ¿escritor?
Chinaski. Chinaski. El nombre me sonaba, me sonaba mucho, pero no recordaba muy bien de qué, la memoria queda un poco difusa cuando estás en el Club de las Almas Perdidas, aunque también puede que fuera culpa del alcohol. De pronto, como habría dicho Bécquer, brilló en el fondo de mi pupila una idea.
- Ajá – otro trago de vino, y un chasquido de lengua – Si, soy jodidamente famoso.
Podía haberle preguntado decenas de cosas, supongo. Pero creo que todas hubieran sonado ridículas. Yo que estaba tan acostumbrado a abordar desconocidos sentía que no tenía nada que decir a este extraño conocido; o al menos nada que fuese medianamente inteligente y no demasiado pretencioso. No supe como actuar. Levanté mi copa vacía, me tragué el hielo y me levanté de la silla.
- No es probable, pero tal vez, quién sabe.
- Gracias a usted, señor Chinaski, por su compañía y por firmarme el autógrafo, debo de haberle parecido un verdadero grouppie.
- Bah, ¿y de que voy a quejarme?. La fama está bien cuando se traduce en bebida gratis, jóvenes bien formadas y poca conversación vanal. Ven por aquí otro día con tu amiga, y te devolveré la invitación. Y tal vez puedas conseguirme el número a Alabama, es la mujer más difícil y más hermosa que he visto nunca.
- Así lo haré, señor Chinaski. Hasta pronto. – volvimos a estrecharnos las manos.
Caminé hacia las escaleras con tanta satisfacción que ni siquiera me di cuenta de dirigir una ultima mirada a Alabama. Cuando ya estaba a punto de marcharme, Chinaski gritó mi nombre, y me giré nuevamente hacia él.
- Llámame Hank.- le entendí ya en la distancia - Todo ese rollo de señor Chinaski frena mucho el ritmo de los diálogos.
- ¡ De acuerdo, Hank ¡ - contesté gritando - ¡ Hasta la próxima, entonces ¡
Al cabo de unos pocos días, había olvidado prácticamente esa noche, un efecto normal de las cosas que suceden en el Club de las Almas Perdidas. Lo he recordado hoy mismo, hace un rato, cuando al sacar unos vaqueros de la lavadora he encontrado en su bolsillo los fragmentos destrozados de lo que debió ser una servilleta de papel.
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