Cuando abrí el ojo izquierdo el reloj marcaba las 5:30; cuando abrí el ojo derecho ya eran las 8:00. Así que había dormido dos horas y media, de modo que me levanté de mi cama estremecido por una tristeza prosaica, la del frío en los pies y la nostalgia de mi cama, tan cercana, tan prohibida la calidez de sus mantas - te dije que me dormiría más tarde que tú - y la sensación del desayuno era de angustia, un angustioso desayuno de leche con cereales y un buchito de coca cola para quitarme el reseco del tabaco nocturno y maldita la hora porque el ardor de estómago ya me estuvo acompañando todo el día. Traté de reencontrarme con la realidad con mis quince minutos de sofá matutino pero el bueno de Vicente Vallés me parecía un Bela Lugosi inquietante y no encontré la paz tampoco en ese momento habitaulmente tan grato. Cuando me encaminaba arastrando los pies por el pasillo de vuelta a mi cuarto para coger las llaves y mi bolso escuché unos arañazos en la puerta de casa; me asomé a la mirilla y divisé a los alborotadores, estaban encerando el suelo y la máquina hacía ruido y los enceradores gritaban mucho. Abrí la puerta, sorteé un trozo de papel de embalar que habían colocado muy profesionalmente al pie de la puerta para no rozar la madera (con ningún éxito) llegué al ascensor y mientras los escuchaba gritar mi mente semidormida trazó una teoría: para los trabajos ruidosos se suele contratar a personas que gritan mucho o que tienen un tono de voz alto y desagradable. Pensadlo: enceradores, albañiles, trabajadores agrícolas (en el campo no hay tanto ruido pero hay que comunicarse a grandes distancias). En los bares también hay ruido y se grita mucho; tal vez mi teoría tuviera poca base.
Saliendo a la calle lo primero que me sorprendió fué un frío intenso acompañado de un sol de justicia, altamente contraindicado para una persona destemplada y con fotofobia autoinducida por la falta de sueño. Una señora con chándal rosa avanzaba con paso decidido precedida por un perro espantoso, diminuto, azorrado (no se si existe la expresión), chato y feo, con el pelo cardado dándole forma de pompón gigante (a su pequeña escala) y el tren trasero descolocado de modo que andaba en diagonal (pobre esperpento de la naturaleza, sin duda fruto de siniestros experimentos científicos de empresas de suavizantes y diagonales). Sería este el primero de una serie de perros matutinos. Crucé la calle que llevo años cruzando a la altura de la plaza de Luis Braille, por fin han terminado la obra de la acera y sin embargo la atravesé tan suicida como cuando no la había y estuve a punto de ser arrollado por una furgoneta blanca: sería la primera de una serie de furgonetas blancas con malas intenciones.
Avanzando por la calle Renedo me sorprendió ver cola a la puerta del veterinario, colas más bien, porque tres perros enfermos con cara triste esperaban a su médico. Uno de ellos, un pastor alemán, llevaba uno de esos aparatos en el cuello con forma de megáfono que yo me pregunto si servirán para ayudar a los perros que ladran bajito; al menos en este caso actuaba como amplificador de unos alaridos perrunos que taladraban mi cráneo. Me percaté de que el portal de mi abuela estaba abierto y estuve tentado de entrar; para mi sorpresa observé que estaban encerándolo unos señores ruidosos, y en mi cabeza aturdida rondaba la absurda idea de si sería hoy Santa Cera o el Día del Pulimiento, que asocié a algún poso sedimentario de la cultura neolítica, poso que volví a plantearme ante la presencia furibunda de una anciana cubierta de pieles y de otra mujer de edad venerable con una estola atada de tan mala manera que parecía haber cogido propiamente al perro pompón antes mencionado y directamente habérselo enroscado en el cuello. Llegué hasta la calle de Colón, donde tuve la prudencia de mirar hacia la izquierda y de este modo evité que me llevaran por delante dos condenadas furgonetas blancas que aceleraban en paralelo como si estuvieran atravesando el túnel de Montecarlo, y proseguí tomando un desvío para pasar por la librería Alejandría. Recé por que estuviera cerrada, ya que de no ser así seguramente iba a acabar comprándome uno de los muchos libros que ahora no debo leer porque tengo que leer muchos otros. Mis ruegos fueron escuchados, de modo que continué mi camino adentrádome en la semipeatonal calle de Juan Mambrilla. Dos estudiantes de derecho me adelantaron y por su conversación deduje que eran idiotas y pensé en fin, carne fresca para Legalitas, y a continuación me situé a la espalda de dos señoras mayores (que no llevaban pieles de animal a la vista) y no pude dejar de escucharlas dialogar - Pues yo ahora me tengo que tomar tres pastillas por las mañanas. - ¿Por la tensión? - Si, la tengo alta - ¿Y por que la tienes alta? - Tomo tres pastillas todas las mañanas - ¿Pero por qué tienes la tensión alta? - Las mandó el médico - ¿Pero por qué tienes alta la tensión? - No lo se, siempre la he tenido así - ¿Y entonces por que te mandan ahora las pastillas? - Porque tengo la tensión alta.
Estaba en la plaza de los Oligastros (no la busquéis en el callejero, sólo yo la llamo así. Tiene que llamarse de algún modo) y girando a la derecha tomé la famosa calle de Los Moros, donde una vez participé en una épica batalla (no, no fue contra una croqueta). Me detuve para hacer fotos a una esquina pintoresca, un pequeño microcosomos compuesto por tejado, ventana, generadores de aire acondicionado, gato callejero trepando y paloma aleteando en un espacio tan pequeño que me apenó no poder quedarme a estudiarlo toda una mañana. San Martín (lo que le llega a todo su cerdo, como decíamos ayer), calle
El caos circulatorio en la confluencia de las calles Imperial y San Quirce suele ser fenomenal, y una ancianita lo evitaba emulando a Chita, caminando con endebles piececillos por encima del bordillo y asiéndose a la valla protectora de la curva por el lado de la carretera, primero con una mano, luego con la otra (como si no hubiera acera, mujer de Dios) y yo me planteaba, pasando junto a una gran tienda de chinos, que toda esa basura que vendían debía fabricarse en algún sitio, que había esforzados currantes en algún lugar recóndito que se dedicaban a fabricar esos jarrones espantosos y esas cabezas de dragón de plástico radiactivo, profunda disquisición interrumpida por una súbita lluvia de pelusas que procedían indudablemente de la alfombra que estaba sacudiendo alguna guarra individua (no lo comprobé y puede que mi comentario parezca sexista, pero díganme ustedes cuando han visto a un tío sacudir una alfombra que no fuera de del coche), ¿donde está la policía en esos casos? ¡Cuanta fuerza represora mal enfocada, eso si que es un delito contra la sanidad pública y no lo que yo fume para mi mismo y mis pulmones doloridos y mi cabeza flotante! Tragando el humo de los coches me consumió la cólera pensando cuanta hipocresía nos envuelve con total naturalidad.
Por fin
Dejo de escuchar tan interesante duelo dialéctico porque a mi derecha una pareja gaymente amorosa comienza a discutir acaloradamente sobre a quien le toca pagar el café - Me toca a mi - No, me toca a mi - y fantaseo pensando en que el calvito coge una botella de cerveza, y la rompe contra la cara del camarero para luego amenazar con el filo cortante a su concubino. Amenazar es un verbo de la primera conjugación. Como Aznar. Yo azno, tú aznas, él azna... Hora de marcharse, pago a disgusto el carísimo 1'20 que cuesta un café (absurdo cuando el desayuno completo es 1'50), observo con curiosidad a los milicos de la oficina de reclutamiento que el Ejército de Tierra ha colocado en la ya comentada calle San Quirce (han puesto a un chico y a una chica rubia. El chico era moreno, creo. Los dos con uniforme de campaña y toda la pesca. Ella llevaba coleta) y por fin llego de nuevo a Cadenas de San Gregorio.
Un hombre canoso toca el acordeón con un deje porteño.
A mi derecha un perro de considerable tamaño reposa emulando a un león de la sabana.
A mi izquierda un hombrecillo pasea a un inquieto foxterrier
y yo en medio,
y las palomas vuelan
y el foxterrier se fija en el leonino chucho,
y las cigüeñas claquéan
"Hola, mi nombre es Chimo el Foxterrier, tu mataste a mi padre, prepárate para morir"
y yo presiento que está a punto de desatarse un infierno.
Pero no hay infierno, sólamente frío y granito. El perro leonado descansa a la puerta de la oficina de empleo cansado ya de luchar. Paso junto a la plaza de Relatores y recuerdo distante la cálida y sensual promesa de unos ojos verdes. Un tiovivo gira vacío mientras la gitana feriante contempla el polvo en suspensión y un pasteloso bolero desentona con el ruido sordo del inminiente invierno. Un cachorro de pinscher miniatura tiembla dentro de una caja de metacrilato. Debe tener días, y todo lo que ve es la Avenida Real de Burgos, con sus tres carriles y lo que eso conlleva, con los peatones desfilando ante él, golpeando el cristal para saludarlo. No agita la cola. Tiembla.
- Es como mi perro - me dice una mujer desdentada a la que no conozco de nada y que se ha parado delante del mismo escaparate - novecientos euros cuesta, nada menos.
En ese momento decido que lo que yo necesito es comprarme un jersey.
Y luego pasa la tarde, habiendo perdido su amor.
Y escribo esto.
1 comentario:
Gracias por el libro. Y por esa introducción histórica que me vas a hacer... :)
Publicar un comentario