Corrías roja sobre el asfalto negro y yo verde y azul persiguíendote sobre los adoquines mojados, con las motoclicletas circulando en torno y a través de nosotros. No podías ser más prototípica: boina roja, cabello rubio, ojos azules, camiseta de rayas blancas y rojas, falda roja, botitas rojas reluciendo bajo la lluvia gris, gris como yo, el lobo que caza la niña (¿no hablé de tu bolso, tu hermosa billetera?). Los ojos fijados en los ojos y nada más, nuestra mirada extranjera se encuentra y la sonrisa que se eleva en tus labios es tan dulce que me trae aroma de sándalo. Hay una certeza en todo esto. No observé como las escaleras que escalabas con pasos ágiles, salpicando mi rostro miope nos llevaban a un punto más alto y cuando quise darme cuenta ya estaba cayendo y había perdido las gafas y había engordado tres kilos. Pero cuando bajaba encontré la certeza de tus ojos y me detuve a pensar si lo correcto sería fulminarse con el suelo o fundirse con él. Conseguí fundirme fulminado.
Quise ser un ángel caído, pero sólo llegaba a santo varón, por lo que decidí que con el diablo me iba a ir mucho mejor. Y tú no dejabas de correr roja sobre el asfalto negro. La noche nos alcanza (la noche nos alcanza siempre) y tu falda no parece ya tan corta, me esquivas entre las farolas y te escondes en bares infames. Te encuentro en los labios de otro y te pido que te bajes de ahí, que hay cantidad de infecciones peligrosas que pueden transmitirse de ese modo. El marinero de brazos peludos era una mala bestia de carga y no dudaría en partirme el cuello, y yo me preguntaba que te atraería de los hombres toscos y peludos, y la visión fugaz de vuestros cuerpos desnudos contrayéndose el uno contra el otro me resultaba repulsiva y excitante. Dirás que me lleva el morbo, la locura, pero en realidad yo te amaba y deseaba sólo para mi y cualquier otra verdad me producía una fiebre tifoidea. No paraba de sonar la misma música y yo sabía que debía marcharme, pero entonces me encontré con la certeza de tus ojos enmarcados en un Sol de pestañas. Así que te tomaba de la mano y te sacaba de ahí, te alejaba de la miasma y la peste y te refugiaba en mis brazos contraechos, te apretaba contra mi pecho mullido y lo endurecía para resultar más protector. Y el viento golpeaba mi cara mientras tus lágrimas humedecían mi hombro. Pero sabía que llegaría el día, zapatitos rojos, en que por mucho que buscara no te econtrara y cuando te hayara, al final, tampoco pudiera tener ya la certitud de tu mirada.
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