El puente parecía hecho para conducir los pasos decididos y conscientemente concupiscentes de las tres hermanas, las tres tan rubias, las tres tan blancas, las tres tan ojiazules. Los tobillos descansaban al aire, y el resto de su cuerpo lo enfundaban vestidos a la moda de la época, largos y nada escotados, con sus vuelos y sus bordados. Las graciosas pamelas jugaban con el viento, y abrazaban sus cabellos dorados. El Sol se recreaba en la fresca sonrisa y los labios de carmín. Las tres tan hermosas, las tres tan leídas y resabidas. Las tres tan amadas, tan deseadas, y en el brillo de sus ojos y en el fondo de su sonrisa se ocultaba el ligero destello, el orgullo de saberse observadas. Parecen flotar sobre el suelo, sobre los demás, ellas princesas en el Nuevo Mundo, sueños triples para el ojo ajeno.
Esa tarde, en su paseo, endulzaban sus bocas con una golosina, tal vez regalo uno de los pretendientes (¡tres Penélopes en el mismo palacio! Pocos sabían que Ítaca estaba en Cuba). Una de ellas saboreaba el chocolate poco a poco, disfrutando primero de esto y para pasar luego a lo otro. Siempre fué una mujer muy organizada.
- ¡Yo me dejo el manisito para lo último! - decía sonriente a sus dos hermanas, que ya habían dado cuenta con placer irracional de todo el delicioso bombón.
Resultó ser un cacahuete kafkiano. Desde ese día la hermosa Carmen, princesa de Sancti Spiritus, siempre odió las cucarachas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario