Fuera soplan los vientos
rojos inviernos
confieso que he mentido
rojos inviernos
confieso que he mentido
Buscando refugio en la nocturna esquina de un edificio artificioso, cubriéndose del viento, entrecerrando los ojos, apurando un cigarrillo antes de que termine el tiempo establecido. La vida es eterna en veinte minutos.
En realidad es la misma historia repetida una y otra vez, son variaciones sobre un tema divino o humano, si es que esos dos conceptos pueden disociarse. Hace mucho que no cuento una historia.
Dos personas caminaban a la luz de las estrellas, buscando la Luna. Se suponía que debía estar ahí, en su sitio, redonda y blanca, plena. Pero esa noche había decidido ocultarse de la vista de los hombres, estaba atendiendo sus propios asuntos. Pudorosa, envuelta en nubes, se asomaba lo justo para espiar los pasos de dos personas que caminaban a la luz de las estrellas buscándola. Cuando se cansaran y asumieran que esa noche la Luna no brillaría para ellos, se detendrían a contemplar las estrellas reflejadas en sus ojos, el uno en los ojos del otro, de modo que por fin lo que más refulgiera en la oscuridad fueran ellos mismos.
Y es que está ahí, aunque no la veas.
-¿Y la noche? - preguntó ella pensativa.
- La noche sólamente es un eclipse de Tierra.
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -
Eran las ocho de la mañana. El hombre de la inmobiliaria esperaba desde hacía quince minutos, exhalando vaho mezclado con el humo de un ducados del que se deshizo rápidamente cuando vió acercarse el Volvo plateado. Buscó de forma mecánica un chicle en el bolsillo interior de su chaqueta, pero sólo encontró envoltorios vacíos. No tuvo tiempo de sentirse contrariado, ya estaba esbozando una amplia sonrisa para saludar al inversor y al constructor. Si es que esos dos términos pueden disociarse.
- Buenos días, caballeros - su voz se quebró de forma ridícula hacia la mitad de la última palabra.
- Buenos días, como andamos... - la voz del constructor resbalaba por su garganta hasta las comisuras de sus labios agrietados.
- Hola, hola, que tal, que frío hace, coño - señaló atentamente el inversor.
El agente inmobiliario estrechó las manos calientes de sus dos clientes y sólo en ese momento se dió cuenta de que la suya estaba helada.
- Bien - dijo al fin - aquí está. Como pueden ver, la situación es inmejorable.
El constructor no hizo ningún gesto. Escrutaba con ojos expertos el solar, las palabras grandilocuentes le exasperaban.
- Un poco... en cuesta.
Los tres continuaron con la conversación durante unos minutos, pasearon por el solar y finalmente se marcharon a tomar un café para sellar el acuerdo.
Cuando se hubieron ido, el viento azotó los escombros, movió la gravilla. El Sol, aún pálido y débil, se fijó en un brote dorado que quería imitarlo, brillando. Desde ahí se divisaba el sur de la ciudad: Las grúas se alzaban entre la bruma como animales prehistóricos, el sonido del tráfico en hora punta recordaba a lejanos graznidos marismeños. El brote miraba hacia el cielo, temblaba de miedo y frío.
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -
Las ocho de la tarde. Lluvia fina pero persistente. Limpiaparabrisas danzando al son de Radio Gagá. Odiaba estos trabajos, pero no podía rechazarlos: eran los que me daban de comer. Por fin salió del portal con paso vivo. Una chica menuda, de unos cuarenta y cinco kilos y cerca del metro sesenta y dos, con el pelo rubio recogido bajo un gorro de invierno muy colorista. Los zapatos no eran los más adecuados para la lluvia, las gafas de sol no eran las más adecuadas para las ocho de la tarde de un día lluvioso de noviembre. Cuando apagué la colilla en el cenicero me dí cuenta de que no era consciente de estar fumando, me tengo prohibido fumar en el coche. Y sin embargo dentro había ya más humo que aire, por lo que bajé la ventanilla, tan sólo una rendija.
La mujer había subido a su vehículo y comencé a seguirla. Esa parte era la divertida. Perseguir es divertido, perseguirte sin que lo sepas. Lo duro es observar.
No era de extrañar que hubiera escogido una mesa en una esquina. Pero su jersey rojo a juego con su falda negra y su cabello rubio ahora suelto hacían que difícilmente pudiera pasar desapercibida. Dejó las gafas de sol sobre la mesa y me dirigió una mirada azul e hipnótica. ¿De verdad me había visto? Esbozó una débil sonrisa y me llamó con un gesto de la mano. - "Debo estas perdiendo práctica" - pensaba para mis adentros. Llegué hasta su mesa.
- ¿Me llamaba, señora? No soy el camarero.
Su rostro perfecto - Fidias, muérete de envidia - podía moverse, y lo hizo al hablar.
- Me preguntaba si no querría usted sentarse conmigo.
La pregunta me soprendió tanto como cabía esperar.
- ¿No espera usted a alguien?
Ahora la risa se hizo sonora, dulce.
- Claro, querido. Lo esperaba a usted.
Odiaba estos trabajos.
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -
El Valse Triste es de Jean Sibelius
Me levanté de mi silla sintiendo que había traicionado a mis planes nocturnos. Encendí una vela - tengo luz eléctrica, pero los más importante siempre es crear una atmósfera - y pasé mi mano por la pared rugosa. Las sombras eran nítidas ahora, tomé un carboncillo y proseguí con mi obra. Necesitaba una ventana, así que comencé a trabajar las líneas de un marco de madera, deteniéndome de vez en cuando para dar un sorbo de mi copa de vino. Se había calentado, pero no importaba. Lo importante era dibujar en la pared a la luz de la vela con una copa de vino cerca. Rematé las aristas y me puse con el cristal. Dibujar una ventana cerrada era absurdo, lo sé. Pero la ventana es mejor que un espejo por diversos motivos. En primer lugar, porque se trataba de una pared inclinada, una pared techo si lo prefieren, el techo-pared de una buhardilla. En una vieja maceta una planta mortecina me pedía que dibujase un rayo de Sol, así que lo dibujé. El Sol difuminaba aún más mi reflejo, mi plan inicial había sido dibujar un cielo nocturno. De este modo siempre sería de noche en mi salón. Tomé un paño húmedo y borré el rayo de sol.
- Luego te llevo al dormitorio y te dejo en el alféizar - le dije a mi planta.
Volví a la primera idea. Había que ser muy cuidadoso al dibujar a la noche. Cuando hube terminado todos los detalles, desenfoqué mi vista hsata encontrar el punto donde debería intuírse mi reflejo y tracé los contornos con el paño húmedo sobre el carboncillo. Me encendí un cigarrillo, me quité la camiseta. Hacía frío, pero lo importante era estar en una buhardilla fría sin camiseta, fumando un cigarrillo junto a una copa de vino y alumbrado por una vela. Tomé de nuevo el carboncillo para retratar el reflejo de mi rostro, y aunque a penas era un esbozo borroso me pareció encontrar en él un expresión de extraña felicidad. Los ojos que había dibujado observando hacia fuera no miraban hacia donde debían. Estaban fijos en un brazo que le abrazaba desde atrás. Sorprendido, seguí en mi retrato el camino de ese brazo, y encontré lo que parecía una cabeza apoyada sobre mi hombro. Solo podía distinguir a duras penas unos ojos entrecerrados y unos labios que besaban la piel de mi reflejo en la ventana.
Tus labios.
Tus ojos.
Dejé caer el trapo y el carboncillo, y rápidamente encendí la luz. Volví a mirar la ventana que había dibujado en mi pared, en mi techo.
Estaba abierta. Hacía frío.
En realidad es la misma historia repetida una y otra vez, son variaciones sobre un tema divino o humano, si es que esos dos conceptos pueden disociarse. Hace mucho que no cuento una historia.
Dos personas caminaban a la luz de las estrellas, buscando la Luna. Se suponía que debía estar ahí, en su sitio, redonda y blanca, plena. Pero esa noche había decidido ocultarse de la vista de los hombres, estaba atendiendo sus propios asuntos. Pudorosa, envuelta en nubes, se asomaba lo justo para espiar los pasos de dos personas que caminaban a la luz de las estrellas buscándola. Cuando se cansaran y asumieran que esa noche la Luna no brillaría para ellos, se detendrían a contemplar las estrellas reflejadas en sus ojos, el uno en los ojos del otro, de modo que por fin lo que más refulgiera en la oscuridad fueran ellos mismos.
Y es que está ahí, aunque no la veas.
-¿Y la noche? - preguntó ella pensativa.
- La noche sólamente es un eclipse de Tierra.
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Eran las ocho de la mañana. El hombre de la inmobiliaria esperaba desde hacía quince minutos, exhalando vaho mezclado con el humo de un ducados del que se deshizo rápidamente cuando vió acercarse el Volvo plateado. Buscó de forma mecánica un chicle en el bolsillo interior de su chaqueta, pero sólo encontró envoltorios vacíos. No tuvo tiempo de sentirse contrariado, ya estaba esbozando una amplia sonrisa para saludar al inversor y al constructor. Si es que esos dos términos pueden disociarse.
- Buenos días, caballeros - su voz se quebró de forma ridícula hacia la mitad de la última palabra.
- Buenos días, como andamos... - la voz del constructor resbalaba por su garganta hasta las comisuras de sus labios agrietados.
- Hola, hola, que tal, que frío hace, coño - señaló atentamente el inversor.
El agente inmobiliario estrechó las manos calientes de sus dos clientes y sólo en ese momento se dió cuenta de que la suya estaba helada.
- Bien - dijo al fin - aquí está. Como pueden ver, la situación es inmejorable.
El constructor no hizo ningún gesto. Escrutaba con ojos expertos el solar, las palabras grandilocuentes le exasperaban.
- Un poco... en cuesta.
Los tres continuaron con la conversación durante unos minutos, pasearon por el solar y finalmente se marcharon a tomar un café para sellar el acuerdo.
Cuando se hubieron ido, el viento azotó los escombros, movió la gravilla. El Sol, aún pálido y débil, se fijó en un brote dorado que quería imitarlo, brillando. Desde ahí se divisaba el sur de la ciudad: Las grúas se alzaban entre la bruma como animales prehistóricos, el sonido del tráfico en hora punta recordaba a lejanos graznidos marismeños. El brote miraba hacia el cielo, temblaba de miedo y frío.
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Las ocho de la tarde. Lluvia fina pero persistente. Limpiaparabrisas danzando al son de Radio Gagá. Odiaba estos trabajos, pero no podía rechazarlos: eran los que me daban de comer. Por fin salió del portal con paso vivo. Una chica menuda, de unos cuarenta y cinco kilos y cerca del metro sesenta y dos, con el pelo rubio recogido bajo un gorro de invierno muy colorista. Los zapatos no eran los más adecuados para la lluvia, las gafas de sol no eran las más adecuadas para las ocho de la tarde de un día lluvioso de noviembre. Cuando apagué la colilla en el cenicero me dí cuenta de que no era consciente de estar fumando, me tengo prohibido fumar en el coche. Y sin embargo dentro había ya más humo que aire, por lo que bajé la ventanilla, tan sólo una rendija.
La mujer había subido a su vehículo y comencé a seguirla. Esa parte era la divertida. Perseguir es divertido, perseguirte sin que lo sepas. Lo duro es observar.
No era de extrañar que hubiera escogido una mesa en una esquina. Pero su jersey rojo a juego con su falda negra y su cabello rubio ahora suelto hacían que difícilmente pudiera pasar desapercibida. Dejó las gafas de sol sobre la mesa y me dirigió una mirada azul e hipnótica. ¿De verdad me había visto? Esbozó una débil sonrisa y me llamó con un gesto de la mano. - "Debo estas perdiendo práctica" - pensaba para mis adentros. Llegué hasta su mesa.
- ¿Me llamaba, señora? No soy el camarero.
Su rostro perfecto - Fidias, muérete de envidia - podía moverse, y lo hizo al hablar.
- Me preguntaba si no querría usted sentarse conmigo.
La pregunta me soprendió tanto como cabía esperar.
- ¿No espera usted a alguien?
Ahora la risa se hizo sonora, dulce.
- Claro, querido. Lo esperaba a usted.
Odiaba estos trabajos.
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El Valse Triste es de Jean Sibelius
Me levanté de mi silla sintiendo que había traicionado a mis planes nocturnos. Encendí una vela - tengo luz eléctrica, pero los más importante siempre es crear una atmósfera - y pasé mi mano por la pared rugosa. Las sombras eran nítidas ahora, tomé un carboncillo y proseguí con mi obra. Necesitaba una ventana, así que comencé a trabajar las líneas de un marco de madera, deteniéndome de vez en cuando para dar un sorbo de mi copa de vino. Se había calentado, pero no importaba. Lo importante era dibujar en la pared a la luz de la vela con una copa de vino cerca. Rematé las aristas y me puse con el cristal. Dibujar una ventana cerrada era absurdo, lo sé. Pero la ventana es mejor que un espejo por diversos motivos. En primer lugar, porque se trataba de una pared inclinada, una pared techo si lo prefieren, el techo-pared de una buhardilla. En una vieja maceta una planta mortecina me pedía que dibujase un rayo de Sol, así que lo dibujé. El Sol difuminaba aún más mi reflejo, mi plan inicial había sido dibujar un cielo nocturno. De este modo siempre sería de noche en mi salón. Tomé un paño húmedo y borré el rayo de sol.
- Luego te llevo al dormitorio y te dejo en el alféizar - le dije a mi planta.
Volví a la primera idea. Había que ser muy cuidadoso al dibujar a la noche. Cuando hube terminado todos los detalles, desenfoqué mi vista hsata encontrar el punto donde debería intuírse mi reflejo y tracé los contornos con el paño húmedo sobre el carboncillo. Me encendí un cigarrillo, me quité la camiseta. Hacía frío, pero lo importante era estar en una buhardilla fría sin camiseta, fumando un cigarrillo junto a una copa de vino y alumbrado por una vela. Tomé de nuevo el carboncillo para retratar el reflejo de mi rostro, y aunque a penas era un esbozo borroso me pareció encontrar en él un expresión de extraña felicidad. Los ojos que había dibujado observando hacia fuera no miraban hacia donde debían. Estaban fijos en un brazo que le abrazaba desde atrás. Sorprendido, seguí en mi retrato el camino de ese brazo, y encontré lo que parecía una cabeza apoyada sobre mi hombro. Solo podía distinguir a duras penas unos ojos entrecerrados y unos labios que besaban la piel de mi reflejo en la ventana.
Tus labios.
Tus ojos.
Dejé caer el trapo y el carboncillo, y rápidamente encendí la luz. Volví a mirar la ventana que había dibujado en mi pared, en mi techo.
Estaba abierta. Hacía frío.
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