Cuantas veces he añorado, en la solitaria cerrazón de mi talanque, aquellas noches fúlmigues de la Farmena, cuando todos esos, mis drugos, que ahora no son mas que polvo y rascaduras, vitoreaban mi nombre y yo, a mi vez, los suyos; y en las dándricas estancias del Club de las Almas Perdidas celebrábamos con poroso ánimo la eternidad de las vidas perennes y la fugacidad de las volutas asiánicas. Entonces siempre había un momento para recordar viejas historias y entrechocar copas y jarducas con los fantasmas de dinastías malditas: la Farmena nos permitía verlos y escucharlos y ellos siempre querían unirse a la orfía, pero era gente peligrosa y lo mejor era no tercozar con ellos. Así departimos con Pélope y su descendencia que acaso fué más alta que él mismo, pero no todo el mundo puede jactarse de darle nombre a una península, y al provenir yo de una que etimológicamente es tierra de conejos he de cederle el honor más grande a este monarca que fué dos veces cocido. Complacidos escuchábamos como narraba su historia al son de unos yambos ditirambos bien atonales.
Pélope nació de un rey de Lidia inmensamente rico, que frecuentaba a los dioses en la mejor de las acepciones de este verbo: solía compartir con ellos todo tipo de dídricos encuentros, se sentaba a su mesa y ellos a la suya, y los honraba con néctar y ambrosía, cuyo consumo debía producir un efecto muy similar al de nuestra querida Farmena. Este monarca, Tántalo de nombre, invitó a los Olímpicos a un banquete en el que, como plato principal y sacrificio, les ofreció a su hijo descuartizado servido púdicamente en un gran caldero de bronce natural. Los dioses observaron el infantil despiece y no probaron nada, puesto que la cabeza del niño aún miraba con asombro a sus comensales. Solo Démeter, distraída, pegó un bocado de la paletilla tersa y nívea del pequeño Pélope. Zeus el Barbudo se levantó colérico y blasfemante, maldijo a Tántalo y ordenó a su Hermético descendiente que recompusiera el destrozo. Depositó el Trismegisto todas las partes dentro del caldero, volvió a cocerlas y después una de las Moiras las cosió como a una muñeca de fardo. Démeter tapó el agujero que sus divinos dientes habían producido en la espalda del muchacho con un trozo de marfil, Rea le insufló aliento y Pan danzó de alegría. Poseidón, que había estado muy callado, vió al hermoso mancebo recompuesto y decidió raptarlo para gozar con él de los placeres órticos y hacerlo su copero.
Cuando a Pélope le creció pelo en la barba, dejó el reino marino para reclamar el trono de su padre, y una vez coronado decidió buscar esposa. Llegó a la divina ciudad de Olimpia en busca de la princesa Hipodamia para desposarse con ella. Pero el padre de esta, Enómao, gozaba demasiado de los vicios de la carne con su hija para desposarla con un extranjero. Trece pretendientes decoraban, privados de todo aquello que antes habían tenido por debajo del cuello, trece picas de madera frente al palacio sólibre de Enómao. El rey retaba a los pretendientes a una carrera de caballos y siempre vencía, pues su carro era tirado por criaturas de Ares. Pélope se rascó las costuras y decidió que no deseaba ser desmembrado de nuevo, así que reclamó a su sódomo amigo Poseidón ayuda en ese desafío. La marina deidad prestó a su copero cuatro caballos de los que agitaban la tierra y coronaban la espuma de las olas, para asegurarle la victoria. Cauto desde la primera cocción, Pélope ideo un plan para que la la derrota no pudiera, aún así, soprenderle. Visitó a escondidas a la hermosa Hipodamia, que por las noches tomaba la forma de una yegua leuca y esta se enamoró de la marfileña espalda de su futuro esposo; de modo que, en favor de este, la princesa prometió al auriga de su padre, el torpe Mirtilo, saciar sus deseos amatorios a cambio de que sustituyera el férreo eje del carro paterno por una barra de cera. Mirtilo deseaba a Hipodamia más que a nada en el mundo, y aguijoneado por Afrodita y Eros accedió concupiscentemente.
El dia de la carrera Enómao sacrificó un cordero negro a su padre Ares y vestido solo con una capa y un yelmo montó en su vehículo, tan seguro de su victoria que permitió a Pélope partir con antelación. Cuando el rey estuprador salió a la caza del pretendiente de su hija, las ruedas del carro salieron despedidas, acabando el monarca alegremente pisoteado por sus fieros caballos mientras maldecía con su último aliento al torpe Mirtilo, quien sintió el temor aferrarse a sus gombas. Pélope recogió a Hipodamia y al auriga, y con los caballos de Poseidón salieron volando hacia Eubea, donde los dos amantes arrojaron al vacio al tercero, que hacía de lastre. Mientras caía, Mirtilo maldijo a la descendencia de Pélope. Este hizo oidos sordos y con su botín regresó al palacio de su padre.
Los años pasaron y los reinos de Pélope se extendían ahora por toda la península, y llamó a su imperio Peloponeso. Era Pélope un hombre muy cuerdo, y todos reíamos con gran risa cuando nos narraba como, tras no poder vencer en batalla a Estínfalo, rey de Arcadia, le invitó placidamente a cenar en su palacio. Esa noche, cuando el arcadio se disponía a tomar la última copa, Pélope lo hizo descuartizar como muestra de afecto. Estínfalo no supo apreciar esta tradición y falleció.
El rey recocido tuvo veintidós hijos con la mujer-yegua, pero su favorito era el vigésimo tercero, Crisipo, hijo bastardo que había engendrado con la ninfa Axíoque en una playa eutrópica. Crisipo era muy hermoso, y cuando estaba a punto de llegar a la pubertad Pélope se cuidó de que fuera raptado por Layo de Tebas, para que gozara él también de los placeres órticos que tan buena suerte le habían dado a él en su juventud. Baste decir que Layo no era Poseidón. Hipodamia se sintió ofendida al ver que el favorito y heredero era el bastardo, después de haber parido ella a veintidós criaturas legítimas, y confabulada con sus dos hijos mayores - Atreo y Tieste - fué hasta Tebas y mató a Crisipo con la espada del viejo Layo. Encolerizado, Pélope profirió alaridos hasta que temblaron los sótanos, desterró a su esposa y a sus dos hijos mayores y los maldijo.
En el exilio Hipodamia, azotada por la culpa y las pesadillas erínicas, se suicidó. Pero Atreo y Tieste visitaron a la Pitia de Delfos, donde les fué revelado que un hijo de la mujer-yegua heredaría el vacante trono de Micenas. Así que se encaminaron a ese reino, planeando ya el uno como matar al otro subrepticiamente, mientras reían al son de los dombones y juraban lealtad eterna a su gloriosa estirpe.
Ya viejo murió Pélope. Sus restos, junto con los de la esposa que repudió, fueron enterrados en Olimpia, donde recibieron culto por muchos siglos.
Foto: Hipodamia, su madre, Pélope, Enómao, Mirtilo, Eros y Afrodita.
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