lunes, 26 de noviembre de 2007

Disfraces

Foto: Fotograma de Vivre sa vie, Jean-Luc Godard, 1962.



Ya antes de entonces nos unía, secretamente, un pasado común. Ella fué Anne, quien en otro lugar fué Alison, cuando yo era Nicholas Urfé y antes de visitar Bourani, en la isla de Phraxos. Incluso durante la visita, cuando nos citamos en Atenas para emprender un viaje que nos llevaría a escalar el Parnaso y pasar una noche ahí ¿hay mas que decír para explicar que, ciertamente, dormí con una musa?

Ahora se llamaba Anna. Tenía el cabello oscuro y reluciente, los ojos de un dulce marrón claro: Hubo un tiempo en que lloraban cuando veían La pasión de Juana de Arco, hubo un tiempo en que apoyaba su cabeza en mi hombro y me cogía fuertemente la mano y me decía sin palabras "nunca me dejes". Ahora podía verla, desde mi mesa, con sus ojos enmarcados en una profusa y negra sombra de ojos, bajo el gorrito gris stracciatella inclinado graciosamente hacia un lado el pelo liso con un sugerente flequillo cayendo sobre sus cejas como un telón que abría paso al espectáculo de su boca y su mirada. Entre sus dedos finos se apretaba el filtro de un cigarrillo que dejaba volar el humo. El ambiente parecía perfecto, azul y rojo flotando en una neblina pesada, una fiesta de disfraces en El Club de las Almas Perdidas. Yo iba (providencialmente) de Lemmy Caution; tu ibas de tí misma en cualquiera de tus películas, con un jersey de cuello alto azul y una falda marrón de tablas hasta los tobillos. Se te advinaba jugueteando a ponerte y quitarte las bailarinas debajo de la mesa, primero con un pie, luego con otro. A tu acompañante no podía verlo pero debía ser Edward James en su versión de Magritte, porque no le adivinaba del rostro más que la nuca pulcra y aseada.

Tomé mi sombrero y me levanté de la silla. Me dirigí a las escaleras de caracol, bajando de la balconada a las selectas mesas junto a la pista de baile. Dejé la gabardina caer sobre la bandeja de una camarera reluciente que la atrapó con habilidad y luego la lanzó a la tercera base mientras me acercaba a tu mesa. Sabía que no me reconocerías, aunque cerca de tí me sentía de nuevo como el de antes, pero había cambiado tanto desde entonces que no podrías encontrarme y menos aún con la mirada turbia llena de ron La Pinta. Saludé a la nuca amablemente, respondió esta gentilmente con una voz que venía como de muy lejos y luego te miré a tí para pedirte un baile. Cortesmente liberaste en mi rostro un nuevo humo para la historia de los que recorren vagabundos este club añorando los labios de quien los expulsó, dibujaste una O perfecta tras una N rotunda.

Me encendí un cigarrillo prendiendo el fósforo con la uña, y, cuando la lumbre refulgía en mi cara, levanté los ojos. Entonces me miraste extraña y profundamente caíste en el sueño laberinto de setos en que la meta es encontrar donde habías visto antes esa mirada esa persona y por qué un escalofrío recorría cada suave curva que en tu piel trazaba la columna vertebral. Tendí la mano y la cogiste sin pensar de nuevo, mientras la nuca trataba de fruncir el ceño infructuosamente.

Salimos a la pista y con el primer paso te atraje hacia mí
y sentí tu aliento tan cerca de mi oído
de nuevo.
Cada vez que
con la cadencia de la danza yo
te llevaba hacia
atrás
el hechizo se hacía mas fuerte,
el brillo en la pupila dilatada más intenso,
el rubor acudiendo a tus blancas mejillas competía
con el color de tus labios húmedos y entreabiertos que
se
aproximaban
a los míos
y los acariciaban de forma
imperceptible,
a un nivel
cuántico.

Con un suave giro a la izquierda finalmente te incliné hacia atrás al finalizar la canción y los aplausos que eran para Connie parecieron para nosotros.

Entonces se encendió la luz.
Viste mi rostro.
Una nube de tristeza acudió a tu frente.
Y te marchaste sin mirar hacia atrás,
para ser siempre ya Señora de Nuca.
y nunca volver a ser mía .

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